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Levi Street / Vladimir Levi. El Arte De Ser Uno Mismo / Capítulo 13. EL INCONCEBIBLE ARTE DE VIVIR (la segunda parte)

 

Capítulo 13. EL INCONCEBIBLE ARTE DE VIVIR (la segunda parte)



EL INCONCEBIBLE ARTE DE VIVIR



Capítulo 13 (la primera parte)



Su tragedia, Olia, consiste únicamente en que esta ilusión en Ud. “se hizo cíclica” y se convirtió en crónica. Ud. piensa que llama la atención, que todos dicen algo de Ud. Estoy convencido de que se equivoca rotundamente, de que sobre Ud. no se habla más que de cualquier otra persona y que esa atención especial, más bien hostil, por parte de “todos”, no es más que esa desmedida atención que Ud. presta a su propia persona y que le endosa a los demás, es decir, esa forma de tratarla que tiene la gente y que Ud. cree sospechosa (en psicología esto se llama “proyección” y en el habla popular, “cargar la culpa en cabeza ajena”). Este autoengaño inconsciente hay que expulsarlo de sí de la forma más rápida y perentoria posible, ya que es peligroso estancarse en el mismo.
“Me tratan bien, están a gusto conmigo”: he aquí fórmulas de autosugestión que Ud. debe introducir en sí misma día y noche.
Espero que no interprete mis palabras en el sentido de que debe tener puesta la vista fija en sí misma. El “anticipo” de las autosugestiones que infunden seguridad sólo constituyen una preparación, sólo una liberación de sí misma, y sobre la base de este anticipo Ud. podrá aprender algunas cosas de sí misma. Le ruego que recuerde con la mayor claridad posible las relaciones que sostenía con sus antiguas amigas, tratando de comprender qué era lo que constituía la base de su amistad con ellas. Es posible que Ud. llegue a la conclusión de que era la comunidad de intereses, un modo afín de pensar y de razonar; más probable aún, que era la comunidad de sentimientos, de estados de ánimo, de coincidencias de criterios con relación al mundo y a la gente, o, tal vez esa confianza especial, singular, con la que sólo podían unas a otras revelarse secretos personales, creer como en sí mismo y más. En este caso, existía tanto sinceridad como naturalidad, pero, seguramente, había algo más: cierto estado especial, inefable, que algunos llaman resonancia, y otros, armonía espiritual o incluso telepatía. Existía una fusión recíproca, esa sensación absolutamente inequívoca, de que tú eres el otro y el otro eres tú y que no requiere de esfuerzos o de palabras...
No en balde al verdadero amigo le llaman de antaño “alter ego”, o sea, “el otro yo”. Para mí esta situación no ofrece dudas: Ud. misma, sin saberlo, representaba para sus amigas el verdadero psicólogo y médico inclusive y ellas para Ud. representaban exactamente lo mismo. Ud. no tenía — como tampoco ahora tiene — conocimientos de psicología y, sin embargo, desplegaba una colosal labor psicológica, se mostraba totalmente capacitada para formarse una opinión de los demás.
Sin lugar a dudas, las personas se diferencian considerablemente unas de otras por su capacidad para este tipo de actividad psicológica. Incluso, en una pareja de íntimos amigos, uno de ellos tomará para sí la parte mayor de aquélla y el otro, la menor; uno “producirá el sonido” y el otro lo hará resonar; uno experimenta la vivencia, el otro la comparte y todo esto se encuentra en movimiento y cambia según las circunstancias. Pero deseo señalar que el don de las relaciones sociales y el talento para cultivar amistades que existen con evidencia están basados en esa capacidad sólidamente desarrollada para compartir las vivencias ajenas (inherente a cada individuo en una u otra medida). A propósito, sigamos unas palabras sobre la mirada interna con la cual Ud. se mide a sí misma, que le persigue a Ud. como un inspector excesivamente vigilante y que tanto le impide ser natural. No hay que temerle, ni merece la pena expulsarlo de sí; es inútil que lo haga mientras no se marche por su propia voluntad. Pero, sin embargo, vale la pena comprender quién es este inspector, de dónde ha salido. ¿Me equivocaré si le digo que es su tasador interno con los ojos de alguien cuyas apreciaciones Ud. comparte? Creo que no me equivocaré. Se trata del “Otro sintetizado” que está dentro de Ud. y que se formó allí poco a poco, durante toda la vida transcurrida; la persona que resume todas sus relaciones sociales, todos los libros que Ud. ha leído, las películas que ha visto, todo; es su moral, su conciencia, su ironía, su autoconciencia, ¡es Ud. misma!
¿Pero por qué entonces este Otro que es Ud. está separado de Ud. y vive su propia vida en lugar de constituís con Ud. un todo armónico? ¿Por qué le molesta en lugar de ayudarla? La respuesta existe y otra vez la tomamos de su experiencia personal. El problema consiste en que ese Otro que está dentro de nosotros siempre busca a su doble — el hombre vivo, el Otro-fuera-de-nosotros, con el cual quisiera fusionarse, identificarse — ya que de este modo estamos hechos y tal es la ley de la psicología humana, probablemente, una de las más importantes. Es que él — el Otro que está dentro de nosotros — tuvo su origen en los hombres vivos y quiere regresar a ellos. Se siente mal, está solo y por eso le fastidia. En el trato con sus amigas no se le percibía porque se había encontrado a sí misma en ellas, se había disuelto, como el reflejo fantasmagórico que se forma detrás del cristal de la ventana cuando uno se pega junto a ella. El impertinente inspector le abandonará de inmediato en el mismo instante en que Ud. de nuevo esté en condiciones de vivir interiormente y de sentir al unísono con el Otro vivo.
La “comunicabilidad” empieza por la atención que le prestemos a las personas. Pero no el tipo de atención que nos lleva a hacer comparaciones deprimentes como “ella tiene atractivos y yo no” o bien ésta: “Oiga, joven, Ud. se manchó”. Se trata de la atención permanente, ávida y abnegada con la que el músico escucha e interpreta la pieza musical. Recuerdo, entre paréntesis, que el gran pianista Henrich Neigauz, maestro de maestros, era implacable con los alumnos que sufrían, al parecer, de una emoción perfectamente comprensible y se sentían torpes durante las actuaciones. “Es una gran falta, es un pecado para con la música. Esa torpeza que Ustedes sienten es un castigo, porque cuando ustedes tocan no piensan en la música, sino en lo que ustedes mismos hacen en la música” — afirmaba el gran artista.
Lo mismo ocurre en cualquier actividad, en cualquier trato social. Todo el mundo convencerá fácilmente en que son muchas las personas que se preocupan no del trato social, sino de sí mismas en el trato social. Pero encontrar a una persona que reconozca tener esa característica no es fácil... La dificultad principal estriba en que al individuo mismo le cuesta mucho trabajo tomar conciencia de la posición que asume en sus relaciones (y aquí están comprendidas muchas cosas: la distribución de la atención — a sí mismo y a otra persona — , el matiz que ésta tiene — si es benévola u hostil, si es de admiración o de desaprobación — los propósitos fundamentales que persigue — obtener algún provecho o dejar que otro lo obtenga, erguirse o rebajarse, etc.: es una mezcla de los “papeles” que interiormente interpreta.
Las ilusiones del trato social son innumerables. Hay individuos activos y sociables que se consideran sinceramente altruistas, bienhechedores y conocedores de los demás: dan consejos, son persuasivos, enseñan, son capaces de profundizar en la vida de otra persona, cuentan anécdotas. Sin embargo, son cargantes para sus interlocutores... Ni siquiera sospechan que NO VEN a las personas con las cuales se relacionan y por eso tampoco se ven a sí mismos. Deseo llamar la atención sobre tres posiciones internas que se adoptan en el trato social.
La primera se puede denominar “desconexión”. Es eso que a menudo ocurre cuando estamos viajando, nos encontramos en el trabajo o en el ambiente familiar: una persona se halla al lado de otras, pero no les presta atención, está ocupada en lo suyo y le es indiferente si a ella le prestan atención o no. Esto, propiamente dicho, no es contacto social, sino eso que los artistas llaman “la soledad en público”, posición que se observa con frecuencia en la vida, pero que, desde luego, no ayuda a comprender el mundo de los otros.
A la segunda le llamaremos “posición de escena”: una persona sabe, ve o le parece que se halla en el campo de atención de las otras. El alumno que se pone de pie para responder; el maestro que explica la lección; el hombre que llega del trabajo a la casa y es recibido por los suyos; el que en un vagón repleto del tren empieza repentinamente a abrirse paso con los codos; la mujer que acaba de estrenarse un nuevo vestido; una vez tenemos al artista en escena... El estado de ánimo del individuo en esta posición puede ser excelente o terrible: todo depende de cómo perciba la atención puesta en él, como aprobatoria o desaprobatoria. Pero en cualquier caso esta posición produce dentro de ese individuo cierto desdoblamiento. Por una parte, él depende de las circunstancias exteriores y capta o imagina las señales que parten de los otros y que tienen que ver con él. Por otra, el centro o foco de su atención se halla en el mismo, le preocupa si sus actos son correctos o no, su belleza o fealdad, su éxito o fracaso e invierte un cúmulo de esfuerzos para no perder el vínculo con el control, del exterior, para desempeñar bien su papel. Es perfectamente comprensible que en tal situación, incluso desempeñando brillantemente su papel, el individuo tenga una pésima visión de los demás y los percibe como una aprobación o desaprobación más hacia su persona. El mundo interior del Otro es prácticamente inaccesible al individuo que se halla “en escena”.
Y tenemos la tercera posición: mostrar interés por el Otro.
Aquí hay dos variantes:
La primera consiste en la simple observación. Un hombre observa a otro; lo estudia, tratando de comprenderlo, pero sin mezclar su “yo” con aquél: de la misma forma que el juez de instrucción observa al procesado y el investigador al investigado.
La otra variante consiste en compartir las vivencias. El hombre no sólo observa, sino que también se compenetra vivamente, se siente ligado al Otro, incorporándole sus pensamientos, su respiración, sus movimientos, los latidos de su corazón y su alma. De esta forma observa al actor el extasiado espectador, en esta posición se hallan uno con respecto al otro los amigos y los enamorados...
Justamente en este caso, un individuo, al trabar relación con el Otro, tiene el mayor grado de libertad respecto de sí mismo. Su estabilidad personal interior, así como el “concepto de lo correcto” para él, no ofrecen dudas ni necesitan de un apoyo adicional, puesto que ya no está desempeñando ningún “papel”, el foco de su atención se halla fuera de él mismo, es decir, en el Otro.
Desde luego, todas estas posiciones se mezclan en la vida: los individuos se relacionan, como se dice, con el fin de observar a las personas y de mostrarse a sí mismas; pero, sin embargo, se puede notar que unos observan más, otros “se muestran” (o, lo que es lo mismo, tratan de “no mostrarse”) y los terceros, en su mayor parte, están disociados. Algunos sólo observan con frialdad, otros comparten las vivencias... La tarea suya — como ya hemos aclarado — es lograr salir de la posición de “escena” que a Ud. le martiriza, para pasar a la posición del interés hacia el Otro, a la observación y a la compenetración, o sea, la facultad de compartir las vivencias ajenas. ¿Cómo hacerlo?
He aquí un sencillo ejercicio que Ud. puede practicar en cualquier momento y en cualquier lugar, una actividad fascinante. Supongamos, por ejemplo, que Ud. viaja en el tren del Metro o en ómnibus y enfrente suyo está sentado alguien que está leyendo. Es habitual que muchas personas cuando viajan se miren unas a otras. Ud. observará a su lector frente a frente sin que nadie lo note y todo el quid de la cosa consistirá, en CÓMO hacerlo. Su atención está concentrada en él y sólo en él. Pero concéntrese con un relajamiento total, sin mostrar deseos de adivinar, leer o comprender nada. Sencillamente, acérquese al flujo de vida espiritual de esa persona, el cual se manifiesta a través de su postura, sus movimientos, su mímica, su respiración, su fisonomía. Trate, sin esforzarse, de ser receptiva a todas estas cosas y notará que este estado y no el intenso esfuerzo por “penetrar” constituye precisamente el grado superior de atención. Este es el estado que Lozanov, investigador búlgaro de la sugestión, denomina “de concierto”. En efecto, cuando estamos sentados frente al televisor, en el cine, en el teatro, es decir, en relajamiento activo, nos sentimos más plenamente predispuestos a la compenetración y al aprendizaje. No tema, pues, ser receptiva. En Ud. surge la tentación de adoptar la misma pose, fruncir de la misma manera las cejas, mover el dedo... No obstaculice, no trate de hacerlo... Parece que Ud. quiere levantarse, sí, es verdad, el compañero de enfrente se levantó, apurándose hacia la salida...
Algunas personas “incomunicables” aplican diferentes variantes de estos ejercicios y ello les proporciona éxitos notables, pues sus relaciones se hacen más fáciles. “Dejando entrar” de esta forma — o sea, sin temor y con desenvoltura — a las personas que Ud. trata diariamente, descubrirá que se hace más fácil para Ud. conversar con ellas, que las comprende con mayor rapidez y plenitud que antes y que éstas, a su vez, le tratan a Ud. más calurosamente... Manteniendo la predisposición a compenetrarse con los demás, haciendo de esto hábito, Ud. se convencerá de que las palabras, los pensamientos y el estado de ánimo que se requieren, acudirán por sí solos, sin esfuerzo, de modo natural...
Ud. escribe en su carta: “Yo no puedo y no sé tomarle aprecio a la gente. ¿Cómo hacerme cariñosa?”
Respondo: Usted hasta el momento no ha amado a nadie sólo por una razón: porque no se ha interesado de nadie verdaderamente.
Es inútil infundirse a sí mismo afecto si éste no existe, del mismo modo que no es posible transformar el invierno en verano. Pero es fácil y en gran medida útil desarrollar en nosotros   e l   i n t e r é s: una actitud plurívoca y que a nada compromete. Con interés puede tratarse a un amigo, a un enemigo, simplemente, a una persona extraña. El interés siempre es beneficioso y es el puente entre el egoísmo y el altruismo, el puente por el cual es posible moverse en dos sentidos. Pero si el egoísta puede quemar tras de sí este puente, el altruista no puede hacerlo. El interés no presupone afecto, pero el afecto presupone interés: hay suelo sin plantas, pero no hay plantas sin suelo. ¿Se puede apreciar a una persona y no interesarse por ella? Resulta raro, sin embargo, que muchas personas demuestren afecto sin manifestar interés. Pero, ¿por quién sienten afecto? En este caso no cabe preguntar “¿por quién”?, sino “¿a qué?” le tienen afecto. Estas personas le tienen afecto a una imagen creada por su propia imaginación y, por lo general, sufren una cruel decepción...
Ud. replicará: pero, ¿será posible que haya un papá o una mamá que pongan en duda que su queridísimo hijo, sin abandonar un solo instante sus quehaceres, se dedica a recopilar materiales científicos sobre el tema “Mis padres y cómo lidiar con ellos”? ¿Es posible que en el mundo haya maestros que no sospechen que diariamente, desde el primer momento de comenzar la clase, ellos representan el objeto más importante de estudio de los alumnos? ¿Qué médico, cuando examina a un paciente, no se siente, a la vez, examinado? ¿Qué psicólogo no es psicoanalizado durante su trabajo? ¿Y quién negará que en la vida cotidiana, todos nosotros, amigos y enemigos, jóvenes y viejos, inteligentes y tontos, nos estamos estudiando continuamente unos a los otros? (“Yo lo conozco”. “No lo conozco en absoluto”. “Tú aún no me conoces...”).
Todo esto, es así y, con todo eso, cuán poco se interesan de verdad, es decir, i]desinteresadamente[/i], unas personas en otras. Es imposible dar una idea de lo mucho que pierden...
Hágase, pues, un Psicólogo Clandestino. Todos los días, al tratar a una persona cualquiera o cuando no lo esté haciendo, repita para sí, interiormente, y convierta estas palabras en fundamentales:

“Yo todavía no conozco ni comprendo en absoluto a las personas (una determinada, cualquiera o ésta precisamente) y deseo conocerlas y comprenderlas (a ella, a él); lo ansio y desde ahora toda mi atención, todas las fuerzas de mi alma y de mi mente están dirigidas al Otro. No existe nada más interesante e importante que esto. Todos los días formulo miles de preguntas sobre el Otro y a todo el que se encuentra frente a mi trato de comprenderlo a fondo, en lo más recóndito de su ser... ¿Qué hace vivir y respirar a esta personal ¿Cuáles son sus deseos y aspiraciones? ¿Qué clase de carácter, temperamento y aptitudes posee? ¿Cómo duerme, piensa y siente y qué aspectos contradictorios tiene? ¿Qué se halla en su superficie y en su profundidad? ¿Qué influencias ha recibido de sus padres, de sus amigos, de su profesión y de otros factores externos?¿Qué ocurre por dentro de ella?. ¿Cómo se valora a sí misma y cuáles son los puntos débiles de su amor propio? ¿En qué busca ser reconocida y cuál es el papel que desea desempeñar en la vida? ¿En qué circunstancias es falsa y en cuáles franca y natural? ¿Por qué sus relaciones con la gente, con esta o aquella persona, adoptan esa forma y no otra! ¿En qué situaciones es realista y en cuáles es una ilusa? ¿Cómo la ha tratado el destino, cómo la trata ahora, qué le puede deparar el porvenir? ¿Qué significa en ella ese gesto, esa sonrisa, esa palabra, ese silencio? ¿En qué se parece a los demás, a cierta persona, a mil ¿No tiene dobles psicológicos que yo ya no conozca!... Toda mi atención está dirigida diariamente, constantemente hacia el Otro y sus relaciones conmigo me interesan como una de las manifestaciones de su carácter, pero no más...”

Conviértase, pues, en un Psicólogo Clandestino y empiece desde hoy a serlo.
“Pero, ¿por qué “clandestino” — preguntará Ud. ¿Es que acaso debo ocultar toda mi psicología del ser humano?
¿Debo observar a las personas a escondidas?...”
A escondidas, no; pero si con tacto en la medida de lo posible: no hay nada más detestable que entrometerse impertinentemente en la intimidad del ser humano. La atención a las personas será su propia brújula. Al poco tiempo se sorprenderá Ud. de una gran cantidad de cosas que no esperaba descubrir en los circunstantes y en sí misma.
A propósito, hace poco tuve el placer de conocer a una mujer de lo más encantadora, directora de un jardín infantil. La persona más activa y capaz de compenetrarse que hasta ahora no había conocido y por la cantidad de calor que irradia, más que un horno, yo diría que es todo un hogar de locomotora. “Nunca me gustaron los niños” — me confesó ella. “¿Pero cómo es posible?” — pregunté sorprendido. “Así como lo oye. No me gustaban simplemente, hasta que empecé a trabajar con ellos” — fue su respuesta.

Este raro encanto
o anticipada gratitud

(de una carta enviada a un paciente que mantenía correspondencia)

“...Ya le dije en una carta que la actitud de los Otros hacia un individuo es la que este mismo individuo inspira: lo que un individuo ESPERA subconscientemente es lo que obtiene y ello ocurre más rápido que el pensamiento, mediante un intercambio de “fluidos” que en esencia no son otra cosa que los códigos de la mímica espontánea y de la entonación, señales que van de subconsciencia a subconsciencia.
Inicie, pues, los experimentos y convénzase Ud. mismo.
Al tener trato con alguien, pruebe dos tipos de autosugestiones preliminares:
1. “Yo sé que Ud. me trata mal; no espero nada bueno de Ud., sino burlas, y trataré de cor-responderle de igual forma...”
2. “Yo sé que Ud. me aprecia; le estoy infinitamente agradecido, le estimo...”
Predispóngase así de antemano previendo toda suerte de relaciones y encuentros concretos, y actúe independientemente de las condiciones externas que existan: Ud. efectúa un experimento, eso es todo. Muy pronto se convencerá de que tanto uno como otro estado de ánimo funcionan prácticamente sin fallar. En un “terreno neutral”, es decir, cuando no existen relaciones de ningún tipo (Ud. ocupa su lugar en un cupé donde ya están sentados tres pasajeros desconocidos), su estado de ánimo enseguida produce la atmósfera apropiada y al instante a Ud. le devuelven “el saque”. Es más, Ud. se convencerá de que estas autosugestiones, de tener la fuerza suficiente, son capaces de matar un ambiente ya creado y que pueden estropear las más exquisitas relaciones, así como aliviar las situaciones más difíciles y, por eso, estoy seguro de que preferirá la variante número 2...
Pero recuerde algo fundamental:

¡Yo soy una fuente!
¡Yo soy un radiador!
¡Yo soy un generador!


¡Este pensamiento, esta sensación, esta fe inquebrantable, deben arder incesantemente en Ud. independientemente de nada ni de nadie¡ Ud. mismo, al entrar en comunicación, se expone al instante a las “radiaciones psíquicas” de los circunstantes y al igual que ellos, también está influido, no importa de quién sea la victoria.
Guando Ud. se fije en las personas, descubrirá sin dificultad que algunas de ellas dependen por completo del estado de ánimo de los circunstantes y se agitan en las olas psíquicas ajenas como si fueran medusas; otras, por el contrario, son independientes y estables y precisamente con esta estabilidad ejercen influencia. Mientras más intensa sea su autosugestión, tanto menor será su estado de dependencia y tanto más fuerte la influencia que Ud. ejercerá. Cada cual crea su propio campo, cada cual ilumina con su propia luz y mientras más intensa sea la fuente, tanto más brillante será el reflejo.

¡Yo soy una fuente de luz!
¡Yo soy un radiador de calor!
¡Yo soy un generador de felicidad!

Es en esta autosugestión anticipada, inconsciente, de influencia invariable, donde radica, por lo visto, el secreto del encanto de las naturalezas “sencillas” que por algo, casi siempre se hallan entre esas personas igualmente sencillas, tratables y solícitas, mientras que en el estado de ánimo opuesto se basa la triste visión de las personas de mal carácter, herméticas e interiormente desconfiadas que, por regla general, son desafortunadas desde el punto de vista social. Es que sólo con una buena disposición de ánimo se puede ver al Otro, comprenderlo; enviándole los rayos de nuestro calor interior, así y sólo así, se abren las puertas de la comunicación. Una persona con un estado de ánimo interior defensivo (aun sonriendo con gentileza) está sencillamente incapacitada desde el punto de vista fisiológico para comprender a cabalidad a los que le circundan, pues ella misma altera la relación recíproca.
Durante mucho tiempo me dediqué a observar con atención a cuatro artistas populares de variedades y no podía comprender en qué radicaba su mágico encanto, su influencia realmente hipnótica sobre el público y por qué razón yo, que no aprobaba el repertorio, por lo menos de dos de ellos me sentía contra mi voluntad, compenetrado por una irresistible simpatía. Finalmente lo descubrí: ¡es que ellos rebosan de gratitud anticipada! Ellos se deleitan con el éxito de antemano, sin tener ningún tipo de derecho lógico a ello! Lo que por lógica debe ser la culminación, el resultado de la comunicación con el espectador — la feliz sonrisa del éxito el disfrute de la inspirada victoria, la tristeza de la separación la promesa de nuevos encuentros — , todas estas cosas ya ellos las han experimentado desde el comienzo, desde las primeras miradas, desde los primeros pasos por el escenario, cuando aparentemente aún no se ha producido ningún tipo de comunicación, aunque, desde luego, tal comunicación exista. Lo mismo hace el caminante que va a cruzar un pantano: primeramente coloca una pértiga y después pone los pies y no a la inversa. (Entre paréntesis, esta esencia de la sugestión anticipada está implícita en la expresión comprometedora que todos conocemos: “le agradezco de antemano”. En este caso, ya estamos ante una especulación, ante un compromiso moral).
Pues bien, me tomé el interés de averiguar qué clase de personas eran estos artistas, cómo era su actitud habitual hacia los que le rodeaban. Resultó que uno de ellos era exactamente igual en su vida como en el escenario: una naturaleza jocosa, la nobleza personificada, jaranero e inteligente; los otros dos eran personas normales, ni cálidas ni frías, sin ninguna emanación especial, y el otro, N., el de más talento y popularidad, se caracterizaba por su glacial egocentrismo y cinismo. Por lo visto, pensé yo, en este último se desarrolló un profesionalismo con características singulares... Pero, ¿quién sabe? ¿Será que una vez que está en escena se convierte en él mismo, mientras que en la vida lleva una máscara protectora?... De todos modos, no he dejado de admirar a N. como artista y hasta el día de hoy, cuando lo veo actuar, no puedo convencerme de que sea insincero. Lo sé por experiencia propia: cuando me resulta posible creer de antemano que las personas tienen hacia mí una actitud positiva — es decir, creer ciegamente, sin tener pruebas, tontamente — no me siento obligado a obtener pruebas de ello. Cuando aprecio a las personas irreflexiva e ingenuamente, sin consultar con la realidad y sin esperar ni desear nada a cambio ni tampoco ningún tipo de sentimiento recíproco, yo mismo estoy estimado sin condiciones: la realidad, siempre multifacética, me presenta ella misma su faceta jovial. Pero en este caso se necesita tener valor singular y sentimientos desinteresados, pues volver la vista atrás equivale a morir como en el caso de Orfeo y Eurídice...”

Una situación desesperada
o la segunda estatura

(de cómo llegar a ser alto, hermoso, distinguido, etc.)

“V.L.:
No hay necesidad de despilfarrar un papel en una larga disgresión: con seguridad que ya Ud. se dio cuenta por mi letra de que en mí no hay nada sobresaliente, aunque sueño con ello. Seré breve. Tengo 23 años, y m i do 150 cm. No me atrevo acercarme a una mujer. (Omito el párrafo emocional...).
¿Se puede aumentar de tamaño?
Comprendo que mi pregunta no es científica, que es necesario tener en cuenta otras particularidades. No espero una. respuesta radical, pero es tan importante para mí formular esta pregunta...

R.”


“Estimado R.:
Me apresuro a darle una respuesta y bastante radical. Su párrafo emocional es más que comprensible: el que escribe estas líneas, así como Ud. (como posteriormente se ha reconocido) una de cada dos, si no una de cada una persona de la tierra, experimentó en su momento un gran número de vivencias semejantes de los más diversos matices. Como Ud. y como muchos, por no decir todos, me atormenté largo tiempo y en balde, hasta que comprendí, o más exactamente, hasta que   t u v e    l a    s e n s a c i ó n de los “dones” de todo género, todas esas “variables independientes” que nos regala el destino sin que nosotros se los pidamos, incluyendo la estatura física, no son nada en comparación con la segunda estatura, la fundamental...
Esta estatura no está incluida en los genes ni se determina por las hormonas, sino que se adquiere, se alcanza. Y la cuestión no radica en absoluto en si una persona ha conseguido o no algo “sobresaliente” y, en todo caso, no radica en los centímetros.
Mis propios ojos me ayudaron a salir de esa situación; ellos que observaban con interés a la gente, con particular avidez al principio. Al encontrarme en una situación comparable a la suya, yo buscaba en otros lo que me faltaba a mí mismo (sin saber que sólo me faltaba una cosa: la dignidad interna.) Buscaba a personas iguales que yo y peores, para convencerme de que no era el último... Me interesaba intensamente toda “deficiencia”, observaba con celo, entre otras, a las personas de estatura pequeña, tratando de comprender de qué forma se las arreglaban con esa cosa molesta que, según me parecía, inevitablemente arrastra esa “cruz del destino”. “No, — pensaba yo — de eso nada, qué se le va a hacer: “el perro chiquito siempre parece un cachorro...” Entonces empecé a notar asombrado que algunos de estos “agraviados” no experimentan, al parecer, ningún tipo de molestia: no se sienten humillados o irritados ni adolecen de ningún complejo de inferioridad. Al contrario, se sienten cómodos, libres de trabas y seguros; tal vez algunos de ellos son más enérgicos, más despiertos y activos: como muelles dispuestos a saltar de un momento a otro. Estos individuos obtienen todo género de éxitos, incluso entre el bello sexo y lo que es más raro aún, ¡a menudo estos hombrecitos lucen más altos! En efecto, lucen más altos, imponentes y convincentes que los que parecen tener mayor estatura y están parados a su lado. Existen hombrecitos así y hasta los hay delgaduchos y poco agraciados, pero los demás parecen pequeños comparados con ellos: ¡son Napoleones entre generales!
Ud. mismo sabe que en la galería de hombres mundialmente célebres abundan los “de medida corta”. Mencionaré sólo los primeros que me han venido a la mente: Lérmontov, Toulouse-Lautrec, Charles Chaplin, Stravinski, Glinka, el mismo Napoleón... Talleyrand, un enano por su estatura y deforme por su fisionomía, que no sólo fue un gran político y diplomático, sino, además, uno de los más grandes donjuanes de la época... Hay todavía más nombres, harto y harto conocidos, pero no voy a continuar mencionándolos, sino a repetir lo siguiente: la cuestión no radica en los “logros sobresalientes”, pues pese a toda la importancia de la obra y de las aptitudes, el resultado o el rendimiento — en cualquier actividad y, sobre todo, en la de creación — también es una “variable independiente”, una especie de lotería. Incluso Einstein, para crear la teoría de la relatividad, tuvo que ser afortunado en eso y él mismo lo reconocía sin bromear. Por otra parte, conozco personalmente a individuos que no descuellan en nada y, sin embargo, son verdaderamente grandes, de acuerdo con el sistema de valoración que ellos y yo compartimos. Entre ellos los hay bajitos y pequeños, pero le aseguro a Ud. que tienen talla de gigantes.
¿En qué radica, pues, la cuestión? He aquí la explicación: estas personas no admiten ni siquiera la idea subconsciente de que su estatura o cualquier otra cosa puede ser motivo de humillación. Incluso no entienden qué cosa es eso; para ellas la humillación no existe. Se comportan de igual a igual, tanto con los de mayor como con los de menor estatura que ellas, con sus jefes y subalternos, con los adultos y con los niños y reciben igual trato de éstos.
Ante un interlocutor inteligente o tonto, bondadoso o malévolo, estos individuos se atienen a este axioma de la igualdad recíproca y ello siempre enaltece a ambas partes. Se trata de una virtud, o si se quiere, de una fineza del espíritu. A estos individuos (que, por cierto, no abundan) los considero igualmente normales y grandes.
¿Sabe Ud. que somos nosotros mismos y sólo nosotros los que determinamos nuestro valor? ¿Que ninguno de los “parámetros” que poseemos, ni los físicos ni los intelectuales, tienen la más mínima relación con dicho valor?
¿Qué tan negativos son los que se consideran “por encima” de los demás, como los que se colocan “por debajo”, cualesquiera que sean las “razones objetivas” que existan para ello? Toda la cuestión consiste en que no existen tales razones objetivas ni pueden existir: es mucho más sencillo demostrar que todas ellas son convencionales, relativas y dependen únicamente de en cuál escala de valores el individuo mismo se coloca.
A su vez, la actitud que el hombre asume consigo mismo siempre se transmite a otras personas, actúa como una influencia. Pero, a condición, claro está, de que sea una actitud verdadera, profunda, es decir, lo que el hombre ES para sí mismo y no lo que quiere parecer. El que interiormente se siente “por debajo” de los demás, nunca logrará respecto ni amor. (Incluso si estos sentimientos surgieran en una persona, de todos modos, ésta no creería en ellos). Por otra parte, el que se siente “por encima”, verdaderamente seguro y tranquilo, de forma tal que no tiene necesidad de demostrarlo ni a los demás ni a sí mismo, es capaz de suscitar admiración y respeto, del mismo modo que la envidia y el odio. Pero este tipo de persona está sola y se siente infeliz entre sus semejantes...
Tenga en cuenta, además, que la estatura, al igual que toda la apariencia exterior, es percibida por el interlocutor a los dos o tres segundos cuando más, de establecerse la relación, después viene y “empieza a hablar para que pueda verte...”. Los que no saben echar al olvido — y transmitir esta sensación a los demás — cualquier aspecto desfavorable de su apariencia exterior, profesión, edad o posición social (la relación de “parámetros” puede ocupar toda una carta), son todavía candidatos a llamarse hombres. Todos nosotros, inclusive, fuimos en los lejanos años de la infancia, aparentemente como debíamos ser...
Observe a un niño cualquiera de tres o cuatro años, un niño corriente, que aún no ha caído interiormente en la traidora trampa de los valores, opiniones y otros menesteres de la comparación. Este niño aún no ha logrado nada y no se sabe si lo logrará; todavía no es bueno ni malo, no es insignificante ni grande, no es inteligente ni tonto, no es fuerte ni débil: no es nadie y puede ser cualquiera. ¿Qué importa que sea pequeño? Sin embargo, es libre y natural porque todavía no sospecha que representa esta' medida o aquélla. Para él todos son iguales y él es igual para todos. Sin darse cuenta él mismo, se valora en un plano infinitamente elevado, es el Universo para sí mismo. ¿Acaso no tiene razón? Tiene mil veces razón, ya que es hijo de la Eternidad. Esta justicia infantil es infinitamente superior a todos los éxitos y talentos que hay en el mundo, ya que es la misma vida y esto lo sienten todos. ¿Acaso habrá quien se atreva a tasar el valor de la vida infantil empleando parámetros cualesquiera? ¿Acaso el valor de un niño se determina por lo que sea capaz de lograr en determinada circunstancia o aspecto? ¿Acaso el sentido de éste, el sagrado sentido de nacer y vivir espiritualmente, es llegar a ser un académico o un deportista? El niño existe y eso basta: el niño hombre: en eso está resumido todo. La condición humana no cambia. Por muy grandes que sean los logros creadores de alguien, por muy perfectas que sean las cualidades del intelecto, el talento o la belleza física, existe un no se qué en el ser humano que no es comparable con nada...

Desde hace algún tiempo y me consta, además, que lo más terrible para los “agraviados” por el destino es inspirar lástima a los “agraciados”, esa magnánima benevolencia, ese “tacto” cauteloso, esa forzada hipocresía con la que estos últimos ocultan su superioridad. Ah, ¡pero cuánto más dulce resulta el franco desprecio que esas insoportables limosnas! Semejante bondad simplemente no puede quedar impune...

Cuando comprendí esto, sin pérdida de tiempo me dispuse a hacer fuego contra la compasión y, en primer lugar, contra mí mismo. ¡Qué llore el desgraciado, sí, qué llore, si se le ocurre la tontería de considerarse tal? ¡Nada de compasión, nada de lástima! El agravio que inflige el destino es una prueba para el Espíritu. Yo he visto que en el mundo de la “inferioridad” hay el mismo número de almas elevadas y ruines que en el resto del mundo; la proporción es la misma. Pero la “inferioridad” tiene sus extremos. Me he tropezado con monstruos moralmente degradados y con verdaderos atletas del espíritu. Además, conozco a quienes, aparentemente, les ha sido dado todo: belleza, estatura, inteligencia, éxitos y el reconocimiento de estos éxitos. Estos individuos, desde todos los puntos de vista, son casi el colmo de la perfección y, sin embargo, hay quienes son moralmente imperfectos. Son como enanos disfrazados o jorobados que ocultan su joroba...
He aquí lo primero que desearía aconsejarle: no escatime tiempo y relaciónese con las más diversas personas y trate de encontrar entre éstas a una persona, también de corta estatura o con otros defectos que salten a la vista, pero que no se sienta agobiada por ello. Que sea una mujer bastante fea o un hombre enano, no importa, encuentre a esa persona, obsérvela y trate de comprender qué es lo que le da fuerza espiritual. Observe a todo el mundo, pues de dos personas, casi siempre una de ellas tiene una estatura superior y la otra, inferior; una es joven y rica; la otra, pobre y enferma, y casi todos, excepto esos pocos aristócratas del espíritu, en una u otra medida, en unas u otras situaciones, experimentan las mismas dificultades que Ud.

Y después, intente desempeñar el papel de esa persona.
¿...? En efecto. Desempeñar el papel de aquélla, interiormente, para sí mismo. Dígase a sí mismo:
“¡Yo soy El! Yo soy El, Yo soy Así”: simplemente transmítase la orden de ser él y tenga la sagrada convicción de que esa orden ha sido cumplida. Que nadie conozca este juego, excepto Ud. Después que llegue a creer que Ud. es El, Ud. también olvidará que se trata de un juego.
De esta misma forma, en secreto, se puede asumir también el papel de cualquier compañero alto, seguro y desenvuelto de los que Ud. conozca y también el de una persona de mediana estatura.. Pero tenga en cuenta esta: lo más importante aquí no es representar como aquél se comporta, habla, camina, etc., sino lo que yo denomino “imitación interna”, o sea, dejar impreso un carácter con todas sus manifestaciones, en su totalidad; reproducir en uno mismo la esencia de esa persona, su estado de ánimo, su actitud hacia el mundo y hacia ella misma. ¿Comprende lo que quiero decir? Ud. debe efectuar un traspaso de subconsciencia. Ud. necesita adueñarse de una p e r s o n a l i d a d.
¿Pero acaso es esto posible?
La prueba la tenemos en la vida cotidiana de cada ser humano, con tal que la observemos con un poco más de profundidad. Desde la temprana infancia no hacemos más que practicar esta imitación interna: dentro de nosotros están fluyendo incesantemente los sentimientos, pensamientos y vivencias de alguien; creamos nuestro espíritu a partir de otros espíritus y nos nutrimos de ellos, como se nutren las plantas de agua y luz, como se nutren los animales de las plantas, y de otros animales, sin que lo notemos, sin que nos demos cuenta...
La personalidad de cada ser humano, lo quiera éste o no, es un coctel de personalidades usurpadas, una mezcla móvil y de múltiples capas, con aroma y olor inconfundibles. Por otro lado, lo que llamamos “Yo” se puede comparar con un disolvente: unos componentes se asimilan con rapidez, facilidad y avidez, y otros, con más lentitud y dificultad. ¿Me ha comprendido?... Sólo se trata de controlar conscientemente lo que de una forma u otra tiene lugar de manera espontánea. Al “adueñarse” de la personalidad de alguien, Ud., desde luego, sigue siendo Ud. y sólo Ud., pero al mismo tiempo se hace Otro. La imitación externa confiere a la interna sólo un impulso sugestivo, pero la esencia, eso de lo cual estoy hablando, llega en forma de fe — “Yo soy El” o “Yo soy Así” — de una fe que modifica el estado psicofísico en que Ud. se encuentra.
“Yo soy el Otro”. “Yo soy El”: el objetivo se ha realizado y Ud. sigue siendo Ud., pero un Ud. diferente. Este es el gran momento en que aquello que Ud. desea parecer se transforma en lo que Ud. es . Ud. Entra en una nueva imagen de sí mismo. Su “yo” adquiere una nueva existencia. Y, además, ésta será suya en la medida en que lo crea. Después de infundirse la idea de que Ud. es alto, Ud. se s e n t i r á alto. Y junto con Ud. no dejarán de sentirlo los demás.
Para la imitación interna no es imprescindible escoger una personalidad viva o real: se puede hacer uso de un modelo literario e incluso uno mismo puede crear este modelo. Si Ud. se imagina, por ejemplo, que es Gulliver entre enanos, su estado de ánimo y su compostura necesariamente sufrirán un cambio: al entrar en la imagen, Ud. se hará bondadoso y seguro; indulgente y condescendiente; atento y cuidadoso; en Ud. aparecerá una discreta majestuosidad: recuérdela, consérvela dentro de sí y fíjela una y otra vez. Hágase la idea de que Ud. se halla constantemente entre niños pequeños (lo que, en principio, está cerca 'de la verdad) y en Ud. aparecerá una bondad segura. En esta hipóstasis de su “Yo”, Ud. adoptará una actitud de jovial y condescendiente comprensión hacia aquellos que le considerarán a Ud. inferior a ellos en estatura, inteligencia u otros dones cualesquiera; Ud. les perdonará fácilmente tanto la altanería como la ridiculez: ellos ven la superficie, pero Ud. la esencia; además, Ud. sabe que en el mundo existen Liliputienses — Gigantes, en comparación con los cuales, todas las diferencias de estatura entre los Gulliveres carecen sencillamente de importancia, pues cada uno es, a pesar de todo, un “hombre-montaña”...
“¿Y eso es todo?... — preguntará Ud. ¿No hay nada más?...” Esto es lo fundamental. Pero con esto no se agotan las posibilidades; se puede abordar a la vez la cuestión desde otro punto de vista diametralmente opuesto. Cualquier persona puede lograr unos 3 ó 5 cm, aunque todas las reservas hormonales se hayan agotado ya. No vamos a forjarnos ilusiones. En el caso suyo esto no es un factor decisivo, pero, así y todo, merece la pena practicar unos ejercicios. Los que yo voy a recomendarle tienen no sólo un fundamento físico, sino también psicológico.
La mecánica fisiológica es bastante sencilla y, por supuesto, simbólica. No se necesita ser médico para estar seguro de que cada una de nuestras articulaciones tiene un mayor o menor grado de encorvamiento, Fíjese ahora mismo en sus dedos. ¿Se da cuenta de que todos ellos están semiencorvados y que el “largo” de cada uno de ellos está lejos de ser el máximo. De igual forma (aunque en un sentido algo diferente) está simiencorvada la personalidad del llamado hombre promedio. La columna vertebral del ser humano consta de 32 articulaciones y cada una de ellas tampoco está todo lo derecha que pudiera estar. Es más, si logramos enderezarlas y cada una de ellas aumenta en 1 mm, el total arrojaría la cifra de 3 cm. El estado de desencorvamiento puede hacerse habitual; puede que el organismo sea porfiado, pero al final sucumbe a los imperativos categóricos. La postura, la forma de mantenerse de pie, se convierte en una segunda fisiología (las manos de un pianista y las manos de un carpintero; las piernas de una bailarina y las piernas de un jinete de caballería). ¡Desencórvese, pues, enderécese! Los ejercicios corrientes en la barra fija y en las anillas ayudan a alargar la columna vertebral, pues el cuerpo tira de sí por su propio peso. Veamos otros ejercicios especiales: sentado en el piso, con las piernas estiradas y las manos agarradas a las puntas de los dedos de los pies, inclinarse hacia adelante. En decúbito ventral, levantarse sobre las manos extendidas hacia adelante, flexionado el cuello. Puede realizar este mismo ejercicio, pero de modo que los brazos extendidos topen con un sofá, etc., y así sucesivamente, pues ya sabe Ud. que aquí se puede improvisar.
¡Pero todavía esto no es todo!
Cuando Ud. se familiarice con estos ejercicios, o como se dice, cuando les coja el gusto, comience a subir el escalón siguiente. Imagínese la ejecución de estos ejercicios mentalmente (Pero continúe su ejecución física). El mejor momento para producir esta concentración mental es antes del sueño y en cuanto acabe de dormir, durante 5 ó 7 minutos. Repita y ejecute con sus pensamientos, sentidos y sensaciones lo mismo que hace su cuerpo. Al mismo tiempo, mentalmente o en voz alta, repita frases que expresen sus deseos:

“Día tras día mi cuerpo se vuelve cada vez más dependiente de mí. Día a día mi cuerpo trata de crecer cada vez más. Cada uno de mis músculos quiere ayudarme a ser más alto. Todos mis nervios, vasos sanguíneos y músculos, todas las células de mi cuerpo están unidos por el deseo de hacerme alió...
Día tras día crezco. Siento cómo crezco. Siento cómo nuevas fuerzas se esparcen por todo mi organismo y crezco...


Pronuncie estas palabras autosugestivas improvisando libremente, sin aferrarse a las palabras, sino sólo a la esencia, con calma y autoritariamente, seguro y hasta con un tono algo indiferente, como algo natural, sin experimentar ningún tipo de emoción. Ud. sabe que está creciendo. Para ello incluso no hacen falta sus deseos, pues el fenómeno está ocurriendo y el resultado está garantizado...
Esto ya significa pasar del nivel inferior al superior, a la “segunda estatura”: Ud. mismo se convencerá de cómo todo coincide y converge hacia un punto. Naturalmente, esos 3 ó 5 centímetros adicionales son una verdadera nimiedad. Simple y llanamente, se puede llevar tacón alto y además, colocar dentro del calzado una plantilla que no se vea, con lo cual ganaría Ud. en total unos 10 centímetros, si ese es su deseo. Pero los centímetros que Ud. ha creado y que de por sí no significan nada, pueden conferir una medida bastante tergiversada a su autovaloración, que no es más que el diploma con que Ud. mismo se ha recompensado: no hay necesidad de medirlos solamente con una regla. En lugar de ello, es mucho mejor que añada sus experiencias sociales, su fantasía y su humor, y dentro de poco tiempo, estoy seguro de que aprenderá Ud. a hacer uso de los ejercicios psicofísicos no sólo para aumentar la longitud del cuerpo. Ud. crecerá interiormente y con ESTA ESTATURA no sólo ayudará a crecer a su persona. Al adquirir una seguridad verdadera, que se basta a sí misma, experimentará la sensación de que para Ud. está abierto un mundo de disímiles relaciones y Ud. no temerá acercarse a nadie...

Su V.L..”


Pero esta carta merece un comentario especial.
En efecto, aparentemente estamos ante el caso de una situación sin salida: la estatura es la estatura, del mismo modo que la edad es la edad, la inteligencia es la inteligencia, el carácter es el carácter, la situación es la situación y la muerte es la muerte... Se trata de aquello que nos ha sido y que no se puede cambiar. Entonces, ¿de qué psicoterapia cabe aquí hablar?
Gomo hombre y como médico, desde algún tiempo vengo utilizando en mi trabajo dos definiciones del Desdichado. En la primera de ellas podría incluir a un enano que tal vez sea un genial ajedrecista o telépata, pero que realmente lo que desea es jugar al baloncesto; un Don Quijote que participa en un campeonato mundial de boxeo; un individuo que, erróneamente y en contradicción con su naturaleza, ha escogido como valor elevado el amor, la vida cotidiana o la profesión y el que no lo ha escogido en absoluto, pero lo ha admitido inconscientemente. En la segunda definición el Desdichado es aquél que se permite sentirse desdichado.
Rememorando el complejo que en la vida corriente se denomina envidia, es posible suponer que nadie tendrá felicidad en este planeta, mientras exista un solo ratoncillo que tenga el rabo más corto que los demás o, por lo menos, así le parezca. Ignorar a personas así, confiando en un optimismo de ocasión, no sólo es inhumano, sino también peligroso.
Existen casos sutiles y casos burdos. En el desigual mundo vive un Desdichado de la Naturaleza, un hombre que ha sido castigado aún antes de nacer; vive el Desdichado del Destino, con una biografía desfigurada, también castigado quién sabe por quién y por qué. Las enfermedades del Destino las cura éste, pero si la curación no se vislumbra, el individuo mismo se las arregla a duras penas o escribe cartas y entonces hay que aplicar la psicoterapia epistolar. Lo esencial de esta psicoterapia es sugerir la forma en que uno puede mofarse del destino: modificando la posición interior. Convertirse en Otro...
Después de escribir a R. esta carta y releerla, al principio dudé si hacía bien o no en recomendarle que practicara ejercicios de un “nivel inferior” para que lograra un aumento prácticamente insignificante en la estatura física. ¿Acaso no significa esto jugar con esa sobrevaloración que yo mismo acabo de echar por tierra? ¿Para qué estirarse y enderezarse si la longitud del cuerpo no es digna en absoluto de atención alguna? ¿No se contradice el médico con sus propias recomendaciones?
Existe, indudablemente, la contradicción. Y sin embargo, me decidí a tomar esa resolución, pues de tales contradicciones también está hecho el ser humano y esto hay que aceptarlo como un atributo. La mujer entrada en años que ha renunciado a pensar en algún lance amoroso, sigue usando cosméticos y evita hablar de su edad; el hombre que sabe de su incurable enfermedad e inminente muerte y que no obstante practica ejercicios y se cepilla los dientes... Es inútil llamar a un hombre al cielo sin sujetarlo en la tierra: “el plano superior” y “el plano inferior” pueden entrar en armonía sólo ayudándose mutuamente.
La actitud hacia las situaciones irremediables no puede controlarse mediante un esquema puramente racional. El sufrimiento es natural, pero todo ser viviente huye de éste. El mérito, pues, del ser humano consiste en aceptar cierta dosis de sufrimiento...
La muerte de un ser querido es un hecho insoslayable y el sufrimiento es inevitable. La actitud hacia este hecho no puede ser modificada. Pero las penas son insoportables y el individuo busca un apoyo... En estos casos, ningún psicoterapeuta tiene derecho a suministrar consejos tales como “réstele importancia”, “olvídelo”, “distráigase” y así por el estilo. Nada puede hacer aquél como no sea pedir valor y firmeza. No puede hacer nada, excepto, tal vez, anular transitoriamente el insoportable dolor mediante los medicamentos, la sugestión, el trabajo o la naturaleza... ¡No, es imposible aconsejar “que no se sufra”! Pero, tanto el médico como el que sufre comprenden en lo profundo de sus almas que si por delante queda al menos una vida, las cosas deben ser así: el sufrimiento no puede ni tiene derecho a ser infinito, cualquiera que haya sido la pérdida; la actitud cambiará, si no cualitativamente, al menos cuantitativamente. El dolor se aplacará y ello debe ocurrir espontáneamente, en forma natural: la vida vuelve a los vivos... “Quiero vivir para pensar y sufrir”: hasta ahora no se ha concebido nada que sea superior a esta fórmula.

Indulto y objetividad
(de una respuesta dada a una persona que piensa (que no ha tenido más suerte que otras)

¡Estimado V.!
... En la tierna infancia, cuando aprendemos a caminar, nos golpeamos fatalmente contra mesas y sillas. Gritamos, lloramos... ¿Quién tiene la culpa? ¡La culpa la tiene esta silla, que es muy mala! Vova chocó con ella y está sufriendo, pobrecito. Hay que darle una paliza, hay que castigar a esa malévola silla: ¡aquí tienes tu merecido! ¡Pero Vova no está conforme, dice que la culpa la tiene Papá, pues, ¿para qué puso aquí esta silla? Pero Papá no se arrepiente y dice que ese demonio de Vova es el que tuvo la culpa, por meterse siempre donde no debe.
¡Ya tenemos una acusación! La primera de todas, la reacción más usual a un fracaso cualquiera, de cualquier magnitud. Acusación o autoacusación negro o blanco, ¡que más da! A la vida, a la policroma vida, le es totalmente indiferente de quien sea la culpa, ya que ella está constituida por infinidad de pruebas y errores, por innumerables “de nuevo”; ella no sabe más que lanzar una y otra vez una moneda al aire y la moneda tiene derecho a caer cara cinco o diez veces seguidas, pero de todas maneras caerá cruz y los resultados se nivelarán cuando la moneda sea lanzada muchas veces...
Ello ocurrirá tanto más fácilmente cuanto más rápido vuelva Ud. a empezar después de declarar un indulto general y liberarse a sí mismo — al menos por un instante — del fastidioso deber de ser feliz.
La objetividad hace al hombre igual al destino y este último teme mortalmente al análisis. En cuanto empezamos a estudiar nuestros éxitos, éstos de inmediato se hacen polvo, tanto los pequeños como los grandes. Eso mismo le pasó al célebre ciempiés que después de pensar en sus patas se le olvidó caminar. ¡Lo mismo se puede decir de los fracasos! Pero aquí ocurre precisamente lo contrario que cuando se reflexiona se puede aprender a caminar y hasta volar... He aquí lo primero que hay que practicar ahora mismo, en el momento en que el destino, según le parece a Ud., le ha hecho morder el polvo.
No se apresure a levantarse. No corra hacia ninguna parte.
No tenga prisa por entrar en el gabinete de un psiquiatra.
No trate tampoco de buscar a un psicoterapeuta ampliamente capacitado, pues estos especialistas no [color=]abundan..[/color]
¿Habló Ud. ya con uno de sus íntimos amigos? ¿No sacaron nada en claro?..
Entonces piense en sí mismo. Pero no en primera persona, sino en tercera. De este modo:

“¿Qué desea este hombre? El árbol de sus demandas, la jerarquía de valores, lo primordial son los objetivos, lo secundario, lo accesorio o lo derivado... ¿Están bien definidos los fundamentales? ¿Y si los lugares de los fundamentales están ocupados por lo de n-ésimo valor? ¿No se tortura a sí mismo? ¿Se preocupa de lo que de todas maneras no depende de él? {En caso de tener celos, como Ud.). El mismo comprende que es una cosa absurda... Si todo eso se sometería a la lógica... ¿Pero si él va a comenzar otro juego? Ya que el número de juegos posibles con el destino es infinito, incluso dentro de los límites de aquel lapso breve de tiempo que se llama vida...
A propósito, le queda por vivir... vamos a contar... Digamos, cerca de 40 años, 25 de ellos son frescos y los demás son otoños, la postrimería. Si se calcula lo que todos sus años “han dado”, él sólo comienza a vivir hoy día (y eso es así, sólo hoy día), eso es lo que se necesitaba demostrar. ¿Qué es lo que realmente puede llenar su vida? (No tocamos la felicidad...) Oh, no, este teorema del amor se ha demostrado muchos veces y no se obtiene resultados, hay que cambiar los axiomas...”


Es así, aproximadamente como hay que pensar en sí mismo, tratando de dejar salir las emociones más allá de la simpatía moderada. ¿Por qué en tercera persona? Puesto que así es más fácil acercarse a la objetividad: esa es aquella forma en la cual piensa en Ud. otra persona. Es así, precisamente, como comienza a pensar en sí misma la persona: a la edad de un año y medio Vova para sí mismo no es todavía “yo”, sino “él”, y este primer paso del pensamiento es el más correcto. De la misma manera, por la misma causa, Ud. comprenderá más profunda, rápida y exactamente cualquier otra persona, si Ud. no va a pensar en ella en tercera persona; “él”, “ella”, “ellos”, sino en la primera — “yo”, introduciendo en este “yo” todo lo que Ud. siente en la misma. Los errores son inevitables; no es tan fácil desprenderse de su “yo” semiciego y envejecido. Pero cualquier hábito exige ejercicios.
Así pues, indulto y objetividad; es suficiente para que caiga cruz...

Capítulo 13 (la primera parte)


Breve guía del AE





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